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El Puente. León Molina

Dos mil ocho

Dos mil ocho

Este dos mil ocho es un mal año. Casi que estoy deseando que llegue Nochevieja para darle un corte de mangas y decirle “buen viaje lleves, cabroncete”. Y puede que el año que venga sea peor, pero si algo se aprende con los años es que ese tipo de cálculos es una perdida de tiempo. La vida, para lo bueno y para lo malo, te sorprende cuando le da la gana con quiebros imprevistos, con jugadas impensables que estaban fuera del alcance de cualquier pronóstico. De modo que me aprieto los machos para capear estos meses feos. Me toca trabajar mucho más y divertirme mucho menos con ese trabajo. Por fortuna, una deformación de mi educación me hace no sólo ser responsable, sino sentir placer en cumplir mis responsabilidades aunque se me doble el lomo y me crujan las neuronas del esfuerzo.  Y me voy engañando, pero no lo suficiente;  Dos mil ocho es un año pedorro. Hoy es domingo. Estoy en mi casa en el campo. Cae una lluvia fina de manera sostenida. Contemplo desde el ventanal los movimientos caprichosos de la niebla sobre las montañas. Se acerca, se aleja. El cortijo de La Umbría a veces está allí enfrente como siempre y a veces desaparece. En ocasiones la bruma se desplaza tan cercana al suelo que los pinos son ilusiones que echan raíces sobre las nubes. Frente a mi ventana el profundo vientre gris ha parido un águila que planea sobre mi casa. El silencio es magnífico, roto tan sólo por alguna voz lejana que llega desde la aldea, por las gotas de agua que caen desde el alero y el trino tímido de algún pájaro trastornado por el sol que hoy muestra su cara más traicionera. Todo esto es la paz. No necesito grandes tinglados intelectuales ni realizar el más mínimo esfuerzo para conocerla. Está aquí, en los ojos del perro mojado que atraviesa el jardín y desaparece tras la fía cortina gris. Dos mil ocho ha salido defectuoso y no lo cubre la garantía. Hipotecas basura, desplome de los mercados, subida de los tipos, frenazo del consumo privado, nombres de bancos que no recuerdo… Hay que analizar con cuidado lo que ha pasado con las ventas por regiones, revisar los márgenes urgentemente, ponerle las pilas a producción con los inventarios, dile a este que no que no, que lo sentimos, dile a este que ahora así, pero con  nuestras condiciones. Hay que limpiar el desagüe para que no se acumule el agua del alero, hay que pasar la leña. Pon a cargar la batería de la cámara de fotos. Hay que ir a la mesa, el primer gran cocido del invierno esparce su aroma por la casa. Aun queda un tramo de este dos mil ocho. Sigo adelante. Me defiendo. Soy mayor. Conozco la paz.

3 comentarios

Bole -

Conozco la morada del humilde escritor y no puedo menos que sentir una sabrosa envidia por ese primer cocido invernal y esas vistas tan bien narradas y tan bien halladas, para el disfrute usted y su señora esposa.

Afectuosamente su amigo Bole.

León -

Mi dilecto Sr. Puli:
Sobre su inverecundo comentario acerca de la valía de lo escrito, cúmpleme expresarle que, habiendo salido de su péñola tan altos escritos que los míos ni a lomos de perigallo vislumbar pudieran el espacio que los suyos con donaire habitan, un punto de contención en sus manifestaciones hubiera sido propicio para no caer despeñados mis artículos y yo mismo en la penosa convicción de que exgera usted movido por la lay que usted me tiene.
En cuanto a la dispar situación suya y mía en lo tocante a la tenencia y usufructo de pastoril morada, ah¡, se siente.
Suyo.
León

Puli -

Me corroe la maldita envidia leyendo su artículo. Y me corroe por dos razones: por lo bien escrito que está y porque tiene usted una casa de campo y yo no.