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El Puente. León Molina

Campo o playa

Campo o playa La ya clásica disyuntiva que se platea aquí y allá en la época veraniega “campo o playa”, no es a mi parecer exacta. Para ser correctamente enunciada con arreglo a la realidad, debería ser: Hay que elegir, pasar unos días en una población artificial y sin  personalidad, más fea que un dolor, ruidosa y congestionada, donde es más difícil aparcar que en tu ciudad, donde te sacan un ojo de la cara por un cuchitril, donde comerás lo más probable en restaurantes impresentables donde te servirán camareros que no tienen ni idea de la profesión si es que no vas a un fast food igualito que los de al lado de tu casa o a un chiringuito donde te pelearás por una mesa para comer sudando la gota gorda y beber una porquería a la que llaman tinto de verano, para irte tempranito a la playa para coger sitio, cargar con el camión de trastos que hacen falta para ser feliz frente a las olas quemándote alegremente los pies y pasar unas horas entre un gentío vociferante que incluso pone a tu lado un “huevo” con reguetón  a toda pastilla o bisbaleces varias, donde soportarás a la mayor concentración de niños con pelotitas por metro cuadrado que puede encontrarse en el mundo entero, marearte viendo la procesión de doble sentido de carnes pringosas que no se sabe a dónde van pero que no paran de andar por la rompiente de las olitas domesticadas, comprobar la desmesurada afición que existe en este país a jugar con las palas, deporte que de ser olímpico, estaría sin duda copado por nuestros joviales campeones playeros,  marearte con la conjunción en tus pituitarias de dulzones aromas de coco, fresa, miel, nata y pegamento de todos los potingues que se derraman  sobre los cuerpos que te rodean, o que están casi encima de ti, acabar el primer día de un bonito color fucsia exhalando fuego por todo tu cuerpo mientras paseas por una acera repleta de señores con pantalón corto, zapatos de rejilla y calcetines hasta la rodilla en medio del ruido de los bares, el baile de los pajaritos que sale a todo trapo de un hotel y el olor a la fritanga amenizado por el zumbido de los generadores que alumbran los sorprendentes mercadillos de artesanía con toallas del toro de osborne, originales camisetas de Bob Marley, pareos nunca vistos, marroquinería varia y doscientos cincuenta mil maravillosos productos artesanos a base de aloe vera y noches sin dormir por el calor y los mosquitos... o irte al campo, al vacío, al silencio. Confieso que adoro el mar, amo sus colores, su magia, su leyenda, su misterio. Por eso no lo dudo. Yo veraneo en el campo.

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