Mi pueblo
Desde hace años paso buena parte de mi tiempo en un pequeño pueblo que he acabado por sentir como mío. De hecho me sorprende cuando me escucho a mí mismo hablando de “mi pueblo” para referirme a él, cuando en realidad mi relación con este pueblo viene por la vía de mi familia política y durante muchos años fue una relación escasísima. Quiero explicarme esta situación y estos sentimientos en el hecho de que yo no tengo pueblo, de que perdí mi pueblo para siempre a los nueve años cuando mis padres consiguieron sacar a la familia de una asfixiante dictadura y decidieron no mirar atrás. De este modo, mi pueblo se fue convirtiendo con el tiempo en un pueblo mítico, irreal, un pueblo que acabó por existir tan solo en nuestros recuerdos y nuestra imaginación y se convirtió en una patria sin himnos ni banderas que nos acogía a todos en un amoroso recuerdo. Pero lo cierto es que ese pueblo no estaba ahí físicamente, no podía uno irse al pueblo el fin de semana y cierto sentimiento de orfandad se apropiaba a veces de los veranos y de las oscuras tardes de los domingos. Mi amigo Antonio escribió una vez refiriéndose a mí afirmando que poseía “la nostalgia propia de aquellos que no han vuelto nunca al lugar en que nacieron”; nada como tener amigos inteligentes y que te conocen bien para conocerte mejor a ti mismo. Pero la vida con sus regates, revolcones y sorpresas te lleva a escenarios inesperados y ahora, bien entrada la edad de la madurez, resulta que tengo un pueblo. En agosto veo pasar las vaquillas de los encierros como si las hubiera visto cada año de mi vida, saludo a gente que conozco hace unos pocos años y me parece que los conozco de toda la vida e incluso me sorprende que no sepa de qué están hablando cuando refieren acontecimientos lejanos en el tiempo. Cuando conozco alguno de los nuevos inagotables rincones de estas sierras, tengo la rara e inexplicable sensación de estarlos recordando más que viéndolos por primera vez. Desde luego no caeré en tentaciones esotéricas, sino que entiendo que la inteligencia es capaz de tendernos dulces trampas para acunarnos en medio de la vida tan efímera, tan rara. Y esa inteligencia sabe que nuestro espíritu necesita un pueblo al que poder llamar “mi pueblo”.
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