Resto 2006
Un Albacete grandismo
El texto y el comentario
Gamoneda
En estos días el poeta Antonio Gamoneda está recibiendo todos los grandes premios (Reina Sofía, Cervantes) que vienen a unirse al Nacional de Poesía que ya había recibido por su libro Edad. Estos acontecimientos han traído a mi memoria un par de días que tuve la suerte de compartir con él hace tres años, cuando vino a Albacete, invitado por el grupo poético La Confitería, a leer sus poemas y a hablar con sabiduría de la poesía. Junto a los poetas Arturo Tendero y Javier Lorenzo, comimos, nos deleitamos en los vinos, paseamos por las calles de Chinchilla y, sobre todo charlamos pausada y deleitosamente. Recuerdo especialmente que las horas que habíamos dedicado supuestamente a acoger al poeta de nuestras queridas lecturas, se convirtió en la tarde en que fuimos acogidos por él, en el blando espacio de su sabiduría y corroboramos la sospecha de que sus poemas desolados en los que brilla la muerte, no son más que un canto a la vida y dentro de ella a la amistad y los brazos abiertos con generosidad para que otros disfruten lo que a él, con su triste biografía, le fue negado.
Aquel día, al llegar a casa, satisfecho e impresionado, escribí el texto que copio a continuación.
Aquel poeta era muy viejo. Era tan viejo que resultaba increíble que cada día pudiera llegar al día de hoy viniendo desde tan lejos. Si se observaba bien, sin embargo, podía uno darse cuenta de que sus ojos se quedaban atrás, que no llegaban con él. Escuchábamos complacidos la charla envolvente que despliegan los ancianos cultos y lúcidos, pero sus ojos nos miraban desde años pretéritos, absortos en la distancia. A la noche, al despedirnos en la puerta del hotel me dijo: “Amigo León, gracias por todo. He pasado una tarde muy agradable. Ahora descansaré lo que pueda, soy un viejo insomne. Adiós amigos, y escribid, que vuestro momento es ahora.” Y supe que cuando alcanzara la habitación con sus lentos movimientos, se sentiría relajado en esa casa de nadie, y que volvería a los lugares que sus ojos miraban durante la cena y que, tomando papel y pluma, con minuciosidad de orfebre se pondría a escribir los mismos poemas que ya escribiera. Y leí de nuevo en su Libro del Frío: “ Alguien ha entrado en la memoria blanca, en la inmovilidad del corazón. / Veo una luz debajo de la niebla y la dulzura del error me hace cerrar los ojos. / Es la ebriedad de la melancolía; como acercar el rostro a una rosa enferma, indecisa entre el perfume y la muerte.El jardín neolítico
Ecología
Sí, pero no
El reencuentro
El amor. El espanto
Me permitirán ustedes que reproduzca aquí uno de los sonetos más famosos de la lengua castellana y posiblemente también uno de los más hermosos. Se trata de Amor constante más allá de la muerte, de Francisco Quevedo: “Cerrar podrá mis ojos la postrera / Sombra que me llevare el blanco día, / Y podrá desatar esta alma mía / Hora, a su afán ansioso lisonjera; / Mas no de esotra parte en la ribera /Dejará la memoria, en donde ardía: / Nadar sabe mi llama el agua fría, / Y perder el respeto a ley severa. /
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, / Venas, que humor a tanto fuego han dado, / Médulas, que han gloriosamente ardido, / Su cuerpo dejará, no su cuidado; / Serán ceniza, mas tendrá sentido; / Polvo serán, mas polvo enamorado.”. La forma de este poema es muy hermosa y conduce y envuelve algo que nos embriaga a todos: la grandiosa mentira del amor. García Márquez tituló un cuento suyo Muerte constante más allá del amor. Ingenioso, pero también mentira. La muerte, como el amor, no duran.
Epicuro dijo: “La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo.”. Siguiendo con los juegos se podría decir que el amor es una quimera porque mientras estoy enamorado no soy yo y si soy yo, no puedo estar enamorado. Porque los enamorados son sobre todo enajenados, atontados que pierden contacto con la realidad y en muchas ocasiones también con el buen gusto. Lo que Quevedo no sabía es que ya había empezado a morirse mucho antes de que sus médulas fueran polvo enamorado, porque se ve que estaba enamorado el hombre. Los humanos somos así. Nos movemos cómodamente en la grandilocuencia y nos emocionamos con los grandes pensamientos que exceden lo real. Por eso llevamos siglos liados con Dios, con el amor, con la muerte y otras zarandajas. Me vengo refiriendo aquí al concepto de amor como esa atracción poderosa del amante por el amado. Otra cosa es el amor como entrega generosa a otro o a otros. Este amor sí es real, existe y se manifiesta y es lo que, el mejor de los casos, le cabe esperar a una pareja de enamorados cuando se les pase la tontuna que ellos llaman amor y que no es más que una idealización cursi de un achuchón del celo. El amor es un galimatías, mientras que en la seducción habita la inteligencia. La clave, al fin, de nuestro tosco invento del amor y nuestro denuedo por creer en su existencia nos la da Borges: “No nos une el amor, sino el espanto.".
El lío de la edad
La leona herida
La leona se arrastra mientras los sacerdotes siguen disparando sus flechas envenenadas. No tienen siquiera la compasión necesaria para dejarla morir en paz. Sus rugidos pueden oírse en el mundo entero.
Irak recibe la muerte desde dentro y desde fuera. Desde fuera recibe con ojos azorados el desdén de los que pasan a su lado y ni siquiera hacen un gesto de ayuda, quizás por miedo al agresor que aún sujeta a su lado el arma homicida. Desde dentro recibe las heridas de la distinción de razas y nacionalidades. Heridas que se infectan rápidamente con el aire venenoso de las religiones. Para ambas cosas tienen sobrada experiencia; ellos fueron de los primeros constructores de imperios y de religiones. Quizás llevan demasiado tiempo enfermos por las iluminaciones de los poderes terrenales y celestiales.
Llevamos años escuchando la lista de bajas a la hora de comer. El telediario nos ha acostumbrado a mezclar los muertos con la sopa y tenemos que desconectar el cerebro para poderla digerir. Han caído ya seiscientos mil culpables inocentes. Una colosal montaña de cadáveres que en la distancia componen las formas de una leona herida arrastrándose sobre las arenas del desierto.